sábado, 1 de febrero de 2014

                                           

                                       

Ernesto Fernández
                                                            
                                                       Un emigrante valiente... huyendo hacia adelante.


En mi Madrid  -- tan caprichoso como siempre-- , se vuelve a repetir el problema que tuvo en 1960: el de la emigración.  Y si entonces nos pasamos muchas horas ante la Oficina de Colocación,  en la Calle de los Madrazo, ahora, con toda justicia, la juventud "indignada" hace sentadas larguísimas en la Puerta del Sol manifestando de esta manera su repulsa  ante los  cuervos  modernos llamados  BANCOS.

Una posible solución al problema –agotadas todas las otras  en España-- sería  salir a trabajar al  extranjero, al igual que hice yo entonces, pero sin olvidarse de sacar  billete de ida y vuelta, no fuera uno a  caer en la trampa y quedarse para siempre en tierra  alemana, como me ha ocurrido a mí.

                                                              Mi primer contacto con una fábrica


Empujado por la necesidad material y  mi juvenil inconsciencia, en septiembre de 1960 emigré a Alemania, encontrándome de la noche a la mañana inmerso en un país enormemente industrializado, organizado hasta el absurdo  y del todo extraño para un celtíbero recién salido de un hogar de Auxilio Social.

A Alemania me fui solo y como en plan vagabundo, es decir, sin contrato  laboral, sin saber el idioma y sin tener  un oficio, a lo que hay que añadir que el dinero que llevaba era bien escaso. Aparte de eso mi cuerpo no estaba hecho para manejar herramientas pesadas ni para acarrear seras de carbón, pongamos por caso. Bajo esas condiciones más de un emigrante se hubiera desalentado. Yo no; todo lo contrario. 

Pleno de confianza salí de España, contento de que el sol hubiera desplegado sus galas para despedirme. Yo era joven, de corazón valiente, despreocupado y libre como el viento.  Además,  dotado de un talante optimista  y  la necesaria resistencia ante la adversidad. Pero sobre todo confiaba en mi inteligencia, en mi espíritu emprendedor y un poco también en la Providencia.

No bien hube llegado a Alemania cuando advertí el poco garbo de que hacían gala las hembras al andar, pisando fuerte y moviéndose de manera pesada y sin gracia. Sin embargo, esa deficiencia la compensaban  con creces por el hecho de ser altas, rubias y bien formadas, apareciendo ante nuestros ojos de españoles retacos cual walkirias bárbaras de curvas exuberantes y prietas. Mientras que de los hombres en lo único que me fijé fue que eran muy formales.



A estos emigrantes se les ve casi elegantes, lejos de la indumentaria de pana y el calzado de albarcas. Sin embargo, continúan fieles a la maleta de cartón atada con un cordel, que por lo visto debía de ser  algo muy chic. El de la derecha –pero qué despistao-- se me lleva a Alemania un capacho lleno de patatas del pueblo...; menuda afrenta para los alemanes con sus “kartoffeln”.

Aquellos años de duro vagabundaje los inauguré empezando a trabajar de peón en una imprenta muy grande, en un pueblecito de Stuttgart, (Rutesheim), consistiendo mi trabajo en acoplar un eje de hierro a  unos rollos de papel pesadísimos,  y a continuación ayudar a montarlos en la impresora. Mi sueldo era de 2,10 marcos brutos a la hora, que cobraba en metálico cada semana sin temor de que a la vista de tal soldada me dieran delirios de grandeza.

Aunque allí era el último mono, pronto me gané la simpatía de los impresores, ya que de vez en cuando les cantaba canciones nazis -- perdón, de falange--, que ellos  con ojos brillantes acompañaban cantando bajito, no les fueran a oir, pues  no hacía mucho habían estado a tiros con medio mundo. Así que yo cantaba, por ejemplo, “La Centuria Ruiz de Alda es...”, y ellos, con la misma música y más marciales, “Uns´re Fahne flattert uns voran.” (Nuestra bandera nos ondea hacia adelante). Es curioso que esas monstruosidades que son las guerras produzcan a menudo hijos tan bellos como es esta canción cantada en alemán. Era el himno de las Juventudes Hitlerianas.

De todas formas, allí no duré mucho –como en las otras empresas que le siguieron, tampoco--.  Así que a los tres meses pregunté a los colegas alemanes –ya había empezado a entenderles y ellos a mí-- qué había que hacer para despedirse en la empresa. Ellos, muy cachondos, después de enseñarme la palabra clave me enviaron a Dirección, adonde me dirigí en seguida.

En el despacho, el Director se encontraba de pie, rodeado de unos cuantos colaboradores de importancia,  quienes inclinados sobre una maqueta discutían los detalles de la ampliación de la fábrica. No sé por qué, pero yo les veía gigantescos y muy bien trajeados. 

Cuando de pronto vieron ante ellos aquel “Gastarbeiter” (yo no lo traduzco como “trabajador invitado”, que sería la traducción literal, porque me parece absurdo, sino como “trabajador extranjero”, que es más realista), en mono y murmurando la nueva palabra aprendida de los compañeros, “Kündigung” (despido), una vez vencida su sorpresa me contemplaron con sorna, dudando si tenderme la mano  o darme una patada en el culo para que aprendiera un respeto. Al fin, sonriendo como se sonríe al contemplar a Charlley Chaplin, se decidieron por lo primero.


A mi vuelta les dije a los "listillos"  colegas que el jefe había estado muy amable conmigo, encomiando por todo lo alto mi habilidad para sacar el cubo de la basura.


En  febrero de 1961, unos meses después de haber  salido de España,  me encuentro  en la empresa Standard-Lorenz, en Zuffenhausen, Stuttgart,  y se aprecia que la estoy gozando haciendo mis primeros pinitos como tornero... de mentirijillas.

((Ahora voy a hacer aquí un inciso necesario: El haberme ido a Alemania sin contrato, es decir, de “turista” y por ello asumiendo todos los riesgos, me permitía sin embargo cambiar de empresa siempre que me apeteciera. No así los compatriotas que se habían acogido a la seguridad del contrato, que si por un lado les garantizaba trabajo y derecho a habitar en una barraca, por otro lado tenían que atarse a la Empresa por cinco años)).   

El paso a la Standard-Lorenz, en Zuffenhausen, fue mi primer cambio de empresa y de pueblo. En esta fábrica me coloqué de ayudante de mecánico,  y un día que iba empujando un carrito lleno de virutas metálicas por una de las avenidas de la fábrica me di de manos a boca con Mayer, ex-estudiante de marina en el Hogar Ciudad Universitaria, de Auxilio Social, quien al verme se echó a reir desde su altura germánica al tiempo que me decía: “Ernesto, si te vieran los chicos del orfe con el mono puesto...”(Orfe: palabra derivada de orfanato, que decíamos en plan de guasa los alumnos del Hogar Ciudad Universitaria).


También yo solté la carcajada,  contemplado incrédulo a mi antiguo compañero,  de elegante presencia, embutido en un mono similar al mío (en Alemania era de dos piezas, pantalón y chaqueta). Se acababa de casar con una alemana preciosa y ya tenían un hijo. No nos volvimos a ver, pues él era ya un padrazo de familia  y a mí me quedaba todavía mucho por rodar.
                 

 „Fräulein” leyendo con aparente indiferencia ante la mirada de estos chicos que llegan por primera vez del Sur. Dos culturas que chocan... y  una misma intención.          
                                                                                 
                                                                                  De mi encuentro con el frío nórdico

Al cabo de ocho meses de taladrar, limar, prensar y barrer el taller me trasladé a Hannover, donde se decía que hablaban muy buen alemán, lo que es cierto, pero se olvidaron de decirme que allí hace un frío que pela. Así que ya estoy en el norte de Alemania, donde tuve algunas dificultades para encontrar trabajo por culpa de haberme ido sin tener los papeles necesarios (¿cuándo un vagabundo necesitó de papeles para andar por el mundo?) Pero ahora, antes de seguir,  voy a dar un pequeño salto hacia adelante , en la temporada que estuve en Wiesbaden, donde los americanos tenían su Cuartel General.

Resulta que en aquellos años de escasez todo lo que fuera americano sonaba a abundancia,  a chicle y a hamburguesa; y todo el que conseguía una ocupación en uno de aquellos centros de riqueza yanqui encontraba modo y manera de llevarse a casa, escondido subrepticiamente entre la camisa y las escuálidas costillas, una pizca de la riqueza del Tío Sam. Así que allí me planté: en el almacén de alimentos del aeropuerto americano. Sin embargo, ya el primer día y sin que me sorprendiera demasiado tuve que dejarlo, al comprobar que en mi intento de levantar un saco de patatas que pesaba 100 kilos no se había movido ni un milímetro.

En vista de lo cual me pasaron al hangar de los aviones  yanquis, para un trabajo facilón y pagado en plan limosna. Allí, un día que se esperaba la visita de un general americano, es decir, del dios Zeus, el sargento me ordenó que barriera el patio –valiente chalao-, y yo,  como sabía que no me entendía, le respondí que lo barriera su padre, y cogiendo mi atillo me largué con viento fresco.  
                                                                                                 

Este desván recibía la luz del día a través de una pequeña buhardilla (se adivina arriba, a la izquierda). Toda la habitación no era mucho mayor que ese rincón, sin agua ni nada de nada. Sin embargo, después de mi estancia en el „Arbeiterheim“ (hogar de trabajadores) en compañia de otros españoles, aquí me sentía en el Paraíso, gozando de libertad absoluta y con el centro de la City a mis pies (obsérvese  mi “biblioteca” en la pared).   

Ya dije que me presenté en Hannover faltándome la carta de impuestos sobre el salario (“Lohnsteuerkarte”),  y mientras me llegaba  me  dediqué a holgazanear a la orilla de un río, contemplando  admirado cómo la gente disfrutaba tumbándose entre las lápidas de un cementerio abandonado, aprovechando los últimos rayos de sol de un verano que se nos iba.

Como el papel que esperaba no acababa de llegar,  me vi forzado a meterme a trabajar en una fábrica de pieles de vaca –una curtiduría, según el diccionario--, en un trabajo muy duro, ya que cada piel pesaba 11 kilos y había que levantarlas durante todo el día por encima de la cabeza hasta formar una pila. La única ventaja que tenía era que en el tranvía (¡tenían calefacción!) la gente me cedía el asiento inmediatamente,  apartándose de mí porque apestaba a cadáver.   


Clase de alemán a los recién llegados. El maestro, muy alemán él, explicando el laberinto de la gramática alemana: “...dativo, acusativo...” Y el del medio, con las manos cruzadas: “Dios mío, Dios mío, en qué lío me he metido...” 

Por fin llegó a mis manos ese papel de nombre tan largo con el que me presenté en la Firma Brown Bovery, empresa gigantesca que pronto se iría a pique (sin que yo tuviera la culpa, palabra). Pero de momento me dieron un pico y una pala para que me luciera cavando haciendo unos hoyos de más de dos metros de profundidad.

Metido en aquel agujero y a pesar de estar armado con tan épicas herramientas no creo que ofreciera una estampa muy heroica, ya que el maestro de obras, después de contemplar en silencio mis esfuerzos por sacar la tierra a una altura imposible, me preguntó con sonrisa de conejo que si era estudiante. Creo que le decepcioné cuando le dije que no, que sólo era un “Gastarbeiter” (trabajador extranjero),  a lo que seguramente pensaría: “hay que ver, con la cara de listo que tiene  y que esté aquí, a pico y pala...” Lo bueno del caso es que en el pasaporte tuve consignado hasta que me casé, oficio: Estudiante (dispénseme esta la mía picardía, que en el fondo quizá no fuera más que el reflejo de mi añoranza por las aulas académicas).


Como es de suponer, a los pocos días, en un acto de rebeldía, en lugar de ir al trabajo me quedé en la piltra durmiendo hasta el mediodía, no presentándome más que para despedirme, de acuerdo con la educación exquisita recibida en los colegios de postín donde me educaron.

Año 1960; llegada de un tren especial de emigrantes –en este caso italianos-- a la tierra de promisión: Alemania. Y como eran jóvenes, alegres y con ganas de juerga con las “Fräulein”, pues eso, que se las llevaban de calle. El español, de siempre más formal y grave que el italiano, lo tenía más crudo.


El maestro de obras, sin embargo, me dijo muy alterado que no me fuera, que me quedara por lo que más quisiera, tal era la falta de mano de obra en aquellos años. El hombre me dio pena, por lo que me quedé, aunque no en el hoyo, sino en el tendido eléctrico del tren, es decir, que salí de Poncio para meterme en Pilatos, ya que en mi nueva labor  tenía nada menos que escalar unas torres metálicas altísimas. 
Así que antes de empezar la ascensión tuve que permutar el pico de cavar por un cinturón de seguridad que me permitiera fijarme a la torre una vez llegado arriba. Lo que sigue ahora no creo que contribuya lo más mínimo a incrementar mi fama de intrépido caballero, pero qué diablos, a lo hecho pecho.

Recuerdo que la primera vez que subí casi me cago de miedo. Lo intenté muy animoso,  pero cuando comprobé que me daba vértigo  una vez superadas las tres cuartas partes de la escalada, me paré en seco. El compañero alemán -- que por ser la primera vez  subía junto a mí para asistirme--,  al advertir mi flaqueza  me “animaba” llamándome --me imagino-- cagueta, mierdero, blandengue y demás “piropos” que gracias a Dios no entendía. No obstante, yo permanecía aferrado a los helados barrotes sin avanzar ni retroceder lo más mínimo; y si miraba al cielo, lo veía negro, ya que eran poco más de las seis de la mañana y además invierno; y si miraba hacia abajo, veía una capa de hielo de algunos centímetros de espesor, blanquecino y sucio, iluminado por la luz fantasmagórica de los focos eléctricos.

Por fin me decidí a descender  sin haber alcanzado la cima,  ¡oh baldón!,  paso a paso y sin mirar a ningún sitio.  Cuando por fin pisé suelo firme, hasta el hielo bajo mis botas me pareció simpático y acogedor.


 Como consecuencia,  al día siguiente trabajé de ayudante de los mecánicos, los de allá arriba, alcanzándoles las herramientas que necesitaban  subiendo por la torre a su encuentro,  pero sin exagerar demasiado, tío.
                                             
                                                    
                                                 Obstinado en la idea, continuo con la mecánica


No habían pasado más que unos meses desde que trabajaba en el tendido eléctrico del ferrocarril cuando decidí cambiar de nuevo, abandonando la abigarrada cuadrilla que formaban mis compañeros. De ellos,  unos eran marineros, fuertes como osos, pero sin trabajo en el barco por ser invierno; otro, un tipo con boca de choto, venido de Australia, adonde había ido a probar fortuna y fracasado estrepitosamente, no quedándole al final ni un centavo, por lo que para pagarse el viaje de regreso a Alemania se había pasado la noche en la cama con un viejo, como nos contaba alegremente el muy degenerado; y los marineros, tan rudos y tan machos, le miraban con náusea, aunque sin abrir la boca, que es lo que hubiera hecho un español.


Luego había un trapecista de circo, de constitución muy atlética y gallito de verbena; también unos cuantos individuos de cara facinerosa, sin papeles y venidos  sabe Dios de dónde. Y por último los “Gastarbeiter” –mi tribu-, procedentes de los más diversos países.  
                                     
Dos felices infantes en contacto con las manos protectoras de papá (servidor). A pesar de mi abrigo de “Gastarbeiter” y mi gesto algo huraño, fueron años felices, me dice el recuerdo. Al fondo,  las casetas de una verbena con el tíovivo y su cochecito de bomberos muy colorado  y con una campanita de oro que el niño hacía sonar con alborozo. Sin embargo, al despertar y ver que no podía ser bombero para siempre, se había  echado a llorar...

A todo esto, desde hacía ya algún tiempo, había comenzado a hacer una serie de cursillos que cubrían casi todo el saber humano de entonces: Alemán, inglés, técnica de radio, encuadernación y dibujo. A las clases asistía en los ratos libres, pues había que ir al curro cada día para ganarse los garbanzos.

Aparte de eso, por unas cosas u otras cambié de empresa una docena de veces, ya que lo que sobraba era trabajo, tanto era así que al que hubiera hecho una vez en su vida un agujero en una plancha metálica –a lo mejor al apoyarse inadvertidamente en la palanca de una taladradora-- ya le colocaban de mecánico.
Ya dije que quería cambiar de empresa, así que dejé esa  RENFE alemana  y me fui a un taller de reparaciones de autos Volkswagen, donde desmontaba motores, cajas de cambio, ejes y ruedas. Ese VW era un coche construido muy simplemente, de ahí su éxito.

Junto a mí trabajaba un compatriota que era un bala, un pícaro de la tierra de Don Juan Tenorio y conocedor de todas las tretas y trucos del hampa. La familia alemana que le acogió como inquilino se descompuso al poco tiempo de su llegada bajo el influjo de su veneno seductor, teniendo el padre que abandonar el hogar familiar, llevándose a tres hijos;  y el español se quedó –de huesped, claro-- con la mujer y dos niñas. A mí me consideraba muy inocentón,  y a lo mejor lo era.

Pocos meses después  abandoné el garaje  y  a mi  crapuloso amigo para dirigir mis pasos sucesivamente a una fábrica de aparatos de fotografiar, un taller de cerrajería y un taller donde me colocaron –hoy día no sé ni cómo-- de mecánico ajustador,  y del que muy pronto me echaron por haber ajustado una cuña a un eje de tal modo que, después del mazazo final  y no faltando más que 1 ctm.,  ya no había  manera  de que la cuña entrara o saliera del todo. 


Pero yo sin arredrarme lo más mínimo lo intenté de nuevo con máquinas de taladrar para dentistas, de mecánico a lo fino. Veinte años después me encontré con el maestro, quien, aunque buen chico, continuaba con la misma cara de comadreja de entonces. Era un auténtico subproducto de la perdida Guerra Mundial: Obediente, diligente y sin otra aspiración en la vida que la de llegar a casa después del trabajo y ponerse a lavar el coche, con una caja de cervezas al lado.                                       

Aunque por descuido,  nuestra querida madre y esposa nos ha cortado los pies, lo que sin embargo  no merma en absoluto la fuerza poética de la foto. Poesia que surge de la vaga inquietud de los niños  ante lejanos peligros que por un instante parecen barruntar. Poesia también  en nuestro mirar hacia un cielo claro, en callada oración de anhelos inciertos. Y por último, en ese bosque alemán del fondo, siempre oscuro y misterioso, en el que, como en el cuento alemán, Hänsel y Gretel se perdieron...

En los seis primeros años de mi exilio estuve cambiando continuamente de ciudad y de patrona. Casi todas estas damas otoñales eran viudas de guerra, con bastantes tacos de calendario en el morral de la vida  y -- sin por ello ofuscarse lo más mínimo en las cuentas-- con unas ganas enormes de verter su instinto maternal en esos vagabundos venidos del Sur,  sin otro ornato que su juventud y una buena porción de humor estoico. Además, los pobres, habían llegado a Alemania casi desnudos, como los peces de la mar.

Como ya llevaba dos años haciendo un cursillo por correspondencia para aprender radiotécnica, no me fue dificil colocarme en la Blaupunkt ( Punto Azul), en Salzgitter. Este fue un hecho notable para empezar a mejorar. El trabajo era agradable y sin dificultades para mí, y consistía en reparar radios de coches. Además uno estaba rodeado de hembras, en su mayoría en esa edad “superbe” en que “una observación atenta podría hacer ver en el cuerpo de la dama que las líneas tienen ya un imperceptible principio de flaccidez. Se inicia en toda la figura una ligerísima declinación”, como decía Azorín, quizá mejor conocedor de la mujer que el famoso seductor Casanova.

            
 Sección de programadores de la IBM en Maguncia, 1970. El barbudo sentado delante de mí es un francés de Montpellier que se afana por hacer méritos ahora que se acercaba el jefe. Ernesto está contemplando  al fotógrafo con gesto algo melancólico, mientras piensa en la dedicatoria que va a poner en la foto: ”¿Dónde quedaron mis campos, mi tomillo y mi romero...?”

Aquella fue una época placentera en la que además me casé. Al morir mi suegro, sin embargo, nos fuimos a vivir a Wiesbaden, donde vivía la suegra. Pasada una temporada en que volví a trabajar con radios, ya me atreví a picar más alto y me metí en la IBM, en Maguncia, como técnico de ordenadores. Es curioso que a veces se trabaje con tan poca presión en uno de esos consorcios capitalistas, por lo que me quedaban fuerzas de sobra para asistir después del trabajo a unos cursos de programador que ofrecía la empresa.
Al cabo de un año, pues, ya estaba en la sección  de programadores.Eso significó haber dado el  paso decisivo –-“tan grande para mí y tan pequeño para la Humanidad" o algo parecido, como   dijo en cierta ocasión  un lunático--,  lo que me permitía usar guardapolvo blanco. .


Acababa de abandonar definitivamente el proletario mono y el guardapolvo gris, más propio de empleadillos de quiero y no puedo, con lo  que le dije adiós a las fábricas y a las herramientas. Había llegado a la cumbre:


. .                                     ¡Hurra, ya era un oficinista! ¡Aleluya!


Tal era la mentalidad en los años sesenta, cuando un compañero de fábrica venía y te decía: “Imagínate, he quedado con una chica,  y ¿sabes una cosa?, ¡es oficinista!”
                                                           
                                                                           Al final, un ministerio amable

 Si bien allí estaba muy a gusto, al cabo de cinco años decidí irme a una institución oficial, a un ministerio, porque en el futuro me apacentara el Estado. Así que pertrechado con un legajo impresionante de pomposos diplomas que tan pródigamente concedía la IBM, me presenté en el Instituto Nacional de Estadística (Statistisches Bundesamt), en Wiesbaden, solicitando una plaza de programador de ordenadores, lo que me concedieron a los pocos días.

En el ministerio entré con buen pie, ya que ambos, trabajo y sueldo, eran excelentes, y además disponía de un despacho para mí solo, de teléfono y del “Bild-Zeitung” (diario-revolver) dispuesto a ser leido antes de comenzar la tarea diaria.

 A veces, por la tarde, y habiéndose ido ya casi todo el mundo a casa, escribía largas cartas a los amigos o, simplemente, trabajaba intensamente en mi labor de programador, que aún después de tantos años continuaba siendo interesante para mí. Y allí me quedé, ¡por fin!, hasta que me jubilaron prematuramente, con 58 años, quedándome una buena pensión.
 
                                               
Día de Navidad. Padre e hija (la que en la foto de arriba, en el cochecito de niño, está sacando la lengua a la  fotógrafa), como recuerdo de tiempos felices. Al fondo, el inevitable arbol de navidad, y colgando del techo, prendidos de hilos, pequeños ramitos de flores que aquí llaman “Mobile” y que giran a la más suave brisa.  

El tema  de la pensión era algo que no me interesaba en absoluto; es más, no sabía ni que existía. En una mezcla de fatalismo y elegante indiferencia,  que tan a menudo puede observarse en el español medio, marchaba yo despreocupado por la vida,  sin pensar para nada en el futuro, una vez me hubieren jubilado.

Hoy día, por el contrario, con 19 años ya empiezan a hacer cálculos de lo que les va a quedar al cabo de 45 años de trabajar como negros. Bien triste, en verdad; qué asfixia estar enterado de todo. Mi actitud fue siempre ignorar el mayor número posible de cosas  –como un avestruz, quizás, o como un sabio--; tender a la ignorancia –aunque no profesional, claro--, para así abrirme con mayor fuerza y autenticidad a media docena de verdades esenciales, ya que el resto, desgraciadamente, no es más que lastre y mucho aburrimiento.
Del amor a la simplicidad nacieron los versos del poeta:
                                                                            
                                                                “Nunca, si llegan a un sitio, 
                                                                  preguntan adónde llegan”.

No quiero cerrar esta crónica, en la que apenas he hablado de otra cosa que del trabajo, sin manifestar un cierto orgullo por lo alcanzado en circunstancias tan difíciles. El haber sido uno de los pocos,  de miles de extranjeros,  que consiguió una posición relativamente elevada  y más aún en un ministerio alemán.


Quizá tuve suerte o acaso todo no fuera más que  la obra de un dios menor que se sentía aburrido como una ostra  y que, por distraerse y sin hacerse notar, fue apartando de mi camino todos los obstáculos que encontró, transformando la angosta vereda en Camino Real.
-.-.-

                                                                           

                                                                                                         Alemania, febrero (2012)

                                                                                                    Ernesto Fernández







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